La muerte es algo con lo que convivimos todo el tiempo, es el paso inevitable hacia la nula
existencia, el fin, el significado de no volver a ver a esa persona, no
oír su voz, alejarse por siempre para conservar tan sólo un recuerdo. La muerte
provoca dolor y tristeza de no poder estar junto a alguien nunca más,
desesperanza por descubrir la finitud de alguien que creíamos infinito y alivio
al pensar que se encuentra mejor y descansa en paz.
¿Quién no ha pensado en la muerte?
¿Quién no ha pensado en su muerte?
El ser humano jamás
ha dejado de interrogarse sobre la esencia de la muerte, de la propia y de la
ajena. Para la gran mayoría, este tipo de preguntas
nos produce cierta angustia; otros prefieren no pensar en ello y simplemente
esperar el momento. Sin embargo, la única certeza en la vida es que un
día moriremos. En ocasiones, nos cuesta entender que el cuerpo es perecedero
que es sólo el recipiente que habitamos mientras estamos vivos.
Hoy en día podemos
encontrar dos actitudes frente a la muerte: los
que la rechazan, quitándole cualquier rito y simbolismo y los que la
rehabilitan, renovando su ritual y valorando cada vez más la ayuda al
moribundo. En todas las religiones se crearon lugares a los que se irá después de la muerte, sea el paraíso o el averno. Por otro lado, también han creado rituales funerarios para “pasar” y soportar el trance de la muerte, para los que se van y para los que se quedan. Sin embargo, en todas las épocas ha prevalecido el hecho de querer evadirla. En la actualidad esta evasión a la muerte se introduce en nuestra vida cotidiana y se refleja en la obsesión cultural por la juventud, la belleza y, por supuesto, por la salud. La muerte ha cambiado: se muere por otras causas, generalmente fuera del hogar, en soledad, a una edad cada vez más avanzada.
Este proceso de morir sí ha estado documentado y tenemos diversos testimonios
escritos y gráficos sobre el tema que van desde el deceso hasta el entierro. Este proceso póstumo puede
variar entre las culturas y ha ido evolucionando con el paso del tiempo, convirtiéndose
en un medio de confrontación y reconciliación.
En general va desde que uno está en la enfermedad, en hospitales, en algunos casos
la morgue, la sala de autopsias, el crematorio, la capilla de ceremonias, hasta
llegar al lugar del sepulcro.
Lo que
llama la atención es la similitud de los mitos y rituales que,
independientemente de las diferencias geográficas y culturales de las
civilizaciones existentes muestran que la mente humana es en todas partes
igual, con las mismas capacidades. Varios científicos admiten que el hombre tiene respuestas
similares ante toda una serie de fenómenos que se presentan en la naturaleza,
aunque les imprime su propio sello y características. Tanto
en Europa como en América la idea de la muerte ha ido cambiando paralelamente
con la evolución cultural. A ella sólo podemos
acercarnos a través de ese complejo código de símbolos y creencias que los hombres
han ido construyendo como: costumbres, actos, ritos, valores y creencias.
Anteriormente, la esperanza de vida era de muy corto tiempo: por
las guerras, la cacería, las epidemias, los periodos de hambruna, enfermedades
desconocidas. El hombre no lograba llegar a viejo. A partir de la Edad Media y del
cristianismo se empezaron a generalizar muchas
tradiciones o supersticiones que anteriormente eran paganas, exclusivas de
religiones politeístas. A partir de la iconografía aparece el
cráneo de la muerte y calaveras. La vida era una preparación para la muerte, se
pensaba en el más allá.
Existieron múltiples prácticas
ascéticas, sobretodo llevadas a cabo por las monjas y los motivos por los
cuales las hacían eran:
1.-
alejar al demonio con actos de purificación
2.-
superación de las tentaciones carnales, la mortificación del cuerpo con ayunos
y evitando placeres mundanos.
3.-
para reducir años en el Purgatorio, mediante los sufragios: misas (difuntos),
rezos y penitencias.
4.-
la imitación de la vida de Jesucristo.
5.-
Aplacar la ira divina ofreciendo una vida pura, por la idea de Dios juez y
castigador.
Para estas prácticas la INMORTALIDAD DEL
ALMA era muy importante. Cuando el cuerpo muere, el alma en el más allá da
continuidad al ser (sentir, oír, etc.). El alma es lo bueno, lo sublime y lo
puro. El cuerpo, lo carnal: lo malo. Por
lo que se aspiraba a una vida en el cielo, sólo la gente virtuosa podía tener acceso al paraíso. Además
prevalecía la creencia que en el
Infierno la vida es terrible y que sólo los malos van para allá.
En cuanto a los procesos póstumos,
muchas de estas prácticas aún persisten en la
actualidad, como:
preparar el cadáver : Según las posibilidades con las que se
contaba, el cuerpo sin vida era lavado concienzudamente con agua o vino, siendo
además algo común cerrar los ojos del cadáver, tapar sus fosas nasales y atar
con un cordel o rosario los dedos gordos de pies y manos. Dado el miedo que se
tenía a las ánimas en pena, la creencia pagana de que, realizando estas
acciones, se imposibilitaría el regreso del alma del fallecido a su cuerpo
terrenal fue tomando fuerza paulatinamente.
* Posteriormente
el cuerpo limpio del muerto era vestido con las prendas más ricas o mejor
conservadas que el difunto tuviera en vida.
En el caso de los fallecidos más poderosos, los cuerpos podían ser
adornados con alguna joya valiosa que les hubiera pertenecido.
·
Preparado
el cuerpo y siendo depositado en alguna estancia para ser velado, se
anunciaba a la comunidad, a través del toque de campanas, que era el
momento de asistir a la vigilia; la mentalidad medieval entendía que el
muerto debía ser objeto de respeto. La vigilia se convirtió en una ceremonia en
donde el dolor y los lloros fueron sustituidos por la dignidad, el silencio y
las oraciones. Se creía que sólo así podría ayudarse al “tránsito” del difunto,
que tal vez podía estar atrapado entre dos mundos.
* Pasadas
unas horas se ponía en marcha el cortejo fúnebre que
acompañaría el difunto hasta el lugar en el que el cuerpo descansaría.
Dicho cortejo estaba habitualmente formado por los familiares y amigos del
difunto. También era común la presencia de las llamadas plañideras
que acompañaban durante el trayecto al difunto con sus lamentos.
·
la
práctica funeraria más habitual durante el Medievo fue la inhumación. Era común enterrar a los fallecidos cerca de
un lugar sagrado, o directamente en el interior de alguna iglesia o capilla, en
el caso de tratarse de alguien de la nobleza o con una posición económica
privilegiada. Se pensaba que durante el Juicio Final las almas regresarían
a sus cuerpos terrenales para ser juzgados por sus actos, por lo que era
menester no incinerarlo y optar por enterrar el cuerpo en un lugar en donde el
demonio y ninguna otra fuerza maligna pudieran apoderarse de él.
·
Durante
la Baja Edad Media las tumbas sencillas
y carentes de inscripciones pasaron a adornarse con motivos religiosos y
elementos más elaborados. Al mismo tiempo que se generalizaba el uso de ataúdes
de madera y lápidas en donde se escribía el nombre
del difunto. Las tumbas fueron ganando en esplendor y riqueza, colocándose
figuras sobre la lápida muy detalladas que simbolizaban la riqueza y
predominancia social que tuvo el individuo en vida.
A partir del
siglo XVIII, con la llegada de las ideas liberales y la separación de la Iglesia
del Estado, la muerte se oculta y adquiere un nuevo sentido. El lugar de la
muerte va desplazándose lentamente de la casa al hospital. Los cementerios son trasladados a las afueras de la ciudad.
Las ceremonias funerarias y las manifestaciones del luto se hacen discretas. Muchas
prácticas funerarias se simplificaron y se profesionalizaron los ritos. Estas conductas funerarias se
dirigen a los parientes y amigos del finado, dándoles consuelo y aliviándoles
sus sentimientos de culpa.
A
finales del siglo XVIII y principios del XIX, la sociedad burguesa impuso la preocupación
por los sobrevivientes: los testamentos se hicieron más elocuentes y tomaron
más forma, se creó una etiqueta de costumbres y del luto, los cementerios se
construyeron extramuros y se desarrolló un culto al arte funerario civil. De esta
manera se estableció, para la tranquilidad de los deudos, la sentimentalización
de la muerte: los discursos post mortem, las coronas fúnebres, aparecen los
obituarios, los velorios, el luto, vestirse de negro. Esa banalización de la muerte,
que actuaba como un calmante de la angustia.
Entre 1860 y 1920, en la medida en que se producían los primeros
avances médicos se
negó a la muerte y se vio su exhibición como de mal gusto. Los reglamentos de
los cementerios enfatizaron “el mayor decoro” en el lugar, y la muerte comenzó
a verse como respetable y digna, majestuosa y bella, encubriendo la realidad de
la podredumbre del cuerpo. Los ataúdes, los carros fúnebres, los cementerios y
los monumentos funerarios se embellecieron. Nacieron las agencias funerarias,
que daban servicios con toda pompa. De la lápida casi anónima, austera, se pasó
al mausoleo personal o familiar ostentoso. Las referencias al “cadáver” o al
“muerto” se transformaron en las alusiones al “finado”, al “difunto” o al
“desaparecido” o a los “restos mortales”.
Durante el siglo XX se observan algunos cambios en el
ritual, aunque varían entre las ciudades y las áreas rurales, por ejemplo, el
difunto ya no salía en procesión. El sacerdote recibía la última confesión del
enfermo aliviando la agonía. Se buscaba procurar una “buena muerte”, con mucha
discreción, orden y amigos que brinden un soporte cálido, en casa. Con el paso
del siglo, se busca alejar al enfermo de casa y muchos mueren solos en una cama de hospital. La muerte se
convierte, entonces, en anónima, solitaria e impersonal. El moribundo se ve
rodeado de normas, horarios, prescripciones, formas sociales de comportarse y
actuar. A la familia se la aparta: ya no puede exteriorizar sus sentimientos ni
sus emociones para no angustiar al entorno.
Esto es en cuanto a rituales funerarios,
pero en las costumbres y
tradiciones se nos muestran otra forma
de allegarnos a la muerte, donde ya somos más lúdicos, tal es el caso del día
de Muertos, cuya celebración en México varía de acuerdo a las costumbres de
cada lugar.
Por ejemplo en Michoacán, la
Noche de Muertos o “Animecha
Kejtzitakua”. Esta celebración se empieza a preparar desde el mes de
octubre, con la llegada de las mariposas monarcas que para ellos son un aviso
que ya van a venir las almas de sus difuntos y que tienen que empezar a
prepararse para recibirlas. A las mariposas les llaman “ánimas”. A partir del 22 de octubre empiezan los preparativos de
la fiesta, la cuales variará de acuerdo
a cada pueblito. Ese día se echan cohetes anunciando la llegada de los niños y
niñas que aún no han cumplido un año de muertos. En una canasta les ponen
comida, panes, dulces y se queda en casa hasta el 1 de noviembre que es cuando
se lleva al panteón. Cuando faltan unos cuantos días arreglan y limpian los
panteones, se componen las cruces viejas y alrededor de cada tumba se adorna con
piedritas de río y flores. Las mujeres hacen un armazón de madera que en lengua
tarasca se nombra “huatzácuri”, el
cual es un ornamento simbólico de la zona que, en el día permanece en la casa
para llevarse por la noche al cementerio de Janitzio. Son decorados con flores amarillas o rosa
violeta llamadas cargado con elotes, plátanos, calabazas, jícamas, chiles, chayotes
(para mostrarle al difunto que han tenido buena cosecha). Además del huatzácuri
se les ofrece la ofrenda en una canasta bien tapada que se coloca en el
cementerio, junto con el copal y las velas.
Fuentes:
1.- Cartay,
Rafael. “La Muerte”. En: Fermentum.
Revista Venezolana de Sociología y Antropología, vol. 12, núm. 34,
mayo-agosto, 2002, pp. 447-470, Universidad de los Andes Mérida, Venezuela.
2.- Día de Muertos.
Relato de niños purépechas. Instituto Nacional Indigenista.
Páginas web:
· * “La muerte en la antigua Roma”. En: Arquehistoria. La actualidad de la historia.
· * Ampa Galduf. “Todos los
santos, el culto a los muertos”. En : Arquehistoria.
· * Romina Martínez, “La muerte y los rituales funerarios en la Edad
Media”. En: La historia heredada.